Yo siempre quise ser futbolista. Portero, como mi abuelo. De niño pase horas escuchando sus historias, sus viajes, las peripecias del equipo que se integraba por jugadores con apodos que ni al Perro Bermúdez se le hubieran ocurrido. “Clavijas” (mi abuelo), el “Faul” (apodo que se ganó por ser “lo más feo del futbol”), el “Loco” de la Madrid (y la historia de “La Loquita”, una tortuga que tenía por mascota y que se le perdió en la cancha de Irapuato cuando la dejó libre para comer todo el pasto que le fuera posible), el “Tariacuri” (si mal no recuerdo, pariente de la “Tariacuri”, famosa cantante de esa época), entre otros.
Yo quería al futbol, pero el futbol no me quería a mí. De manera tal, que me diversifique aprendiendo cuanta estadística estuvo a mi alcance, contando los goles de Hugo Sánchez y memorizando la alineación de la selección Húngara del 54. Eso me llevó a escribir una columna en un periódico local y reportar las primeras andanzas del 6 veces heroico Club Santos.
Pero llega un día, en que tienes que elegir lo que crees que es una elección definitiva. Y es entonces cuando la historia familiar (la que conoces -y la que no-) pesa. Y resulta que yo me llamo Fernando, como mi padre, quien se llama Fernando, como su tío. Y que llamarse Fernando Todd en mi familia tiene una carga, que de alguna manera te lleva a ser abogado. Cuatro personas con ese nombre somos abogados.
Una vez que concientizas eso, puedes actuar en consecuencia. Por eso, yo a mis hijos les puse nombres diferentes. Para que no tuvieran la carga.
#ElCasoTodd
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